martes, 23 de septiembre de 2008

(intento de poema)

Tu espíritu, Jehová, te solicito,

que sane mi alma decaída,

que me sostenga en la esperanza de la vida

lejos del rugido del inicuo.



El pajarero mis alas deteriora

¿podré remontar vuelo todavía?

Venda, Jah, mi herida, limpia mi deshonra,

mi alma impotente, triste, te suplica.



Que con aguante pueda atravesar los días

y en mi amarga pena me alimente

la dulzura del gozo, el saber de tu sonrisa

cuando acudiendo a ti en mi desamparo

sigo el camino que tu diestra me indica

y soy la consolada que tu corazón regocija.

OLGA




un nombre sólido, bello

un nombre de amor que se efectúa

Olga

ella es el ala de Dios que me acaricia

su voz, espiritual, firme, voz que ama

sus valerosas manos son las que cambian

las sábanas de mi diván de enferma

y la luz de la paz soberana

esta mañana iluminó mi sombra

Olga

tu presencia fue

la mano extendida de Jehová

y tomaste a cambio un trozo de mi corazón

pusiste en tu bolso parte de mi carga

y te fuiste, sonriendo

creyendo que habías recibido

a tu lado viviría eternamente

UNA PENA LLUVIOSA...

Una pena lluviosa pesa sobre mis pestañas
el cielo, de lumínico gris vestido
se ha devorado el vivificante rostro de sus arreboles
y de sus celestes amables y diurnos.

Durante la noche
el desconocido reeemplazó
por piedra helada mi noble corazón.
No hay melodía capaz de atravesar
mi jaula de melancólicos metales.

Es un día de muerte,
de sepulcros abiertos en la espera...

Hace tanta tristeza moribunda
que todos deberían perecer....

Mañana será domingo,
día de cementerios
de claveles marchitos.

No puedo estar alerta
contra aquello que me sobreviene
del espejo de lo desconocido.

¿Quién dicta mis estados,
mis sonrisas,
mis deseos,
mis desazones,
mis horrores?

Hoy
todas las guitarras del mundo se han desafinado
las golondrinas no encuentran primaveras
se desenfundan las armas de todos los suicidas
se aquietó, cansadísimo,
el viento que hacía danzar las copas de los árboles.

VOLARÉ HASTA ALLÍ

volaré hasta allí

hasta el amanecer contra la hierba húmeda
junto al río y su arrullo
bajo la tibieza del sol amigo de la brisa
hasta el aroma de los pinos

y yo
(¿cuál de todas mis estaciones soy yo?)
yo
tendida
entregada al descanso
ofrendada al día y su luz

hasta que amanezcan las estrellas
sobre mi cuerpo de mujer
sin edades
desnudo y libre
como el viento estival

resonarán cuerdas y cajas
corcheas latirán en mi pecho
en mi risa arpegios sonarán

y entonces cantaré

seré tu esposa
serás mi dueño
sentiré tu respirar
sobre mi piel
que será
tu piel
para siempre

volaré hasta allí
volaré hasta allí

NUESTRA PRIMAVERA (cuentito)

"Sos una chica con un humor creativo, ingenioso.", me dice él. Mientras tanto, miro a las adolescentes de la mesa que está junto a la ventana, que ríen con una expresión vanidosa de estar hablando de chicos lindos, sexo precoz y noches inagotables de fines de semana llenos de locuras de color rosa muy sofisticado. Así, tan coquetas... Yo ya soy una joven adulta envejecida. Apostaría a que las tres me preguntarían la hora con respeto. Les diría que no tengo, lo cual es cierto.
Él me ha seguido hablando, pero no llegué a escuchar nada. "Nenas como estas me escarnecieron durante toda la adolescencia, Guillermo. Ahora que sufro por cosas más importantes y que tengo diez años más, me encanta aborrecerlas secretamente.", digo sin cuidarme ya de cuánto sarcasmo estoy malgastando esta tarde. Guillermo se ríe y hace suya mi carita.
Pagamos la cuenta por los cafés y salimos a la calle, al frío húmedo y entorpecedor de los comienzos de este siglo sin estaciones. Tal vez sea por eso que nunca sé qué mes corre o en qué día estamos: por la súbita desaparición de las estaciones. Claro, no es mi locura, ni una discapacidad de la concentración. Es, como infiero, la simple unificación húmeda y fatigosa de las estaciones del año. "¿Entendés lo que te digo, princesa?", me pregunta él. "¿Cómo? Perdoname, perdí la concentración y no te oí nada. ¿Me repetís? Deben ser los remedios... " "Te decía que podrías escribir algo gracioso." "No, es imposible, adoro mi tragedia, no puedo escaparme del estilo de la desgracia. Las únicas risas que me quedan son amargo sarcasmo. Si a veces me llegan de las otras, mi madre o algún estúpido me las reprime por exageradas o "falsas", según argumentan irritados por mi único ratito de alegría genuina correspondiente al lustro. Parece que estudiaran en algún lado la manera de angustiarme la vida. Salvo vos. Aunque con vos, Guillermo, me gusta más llorar a raudales por la emoción de quererte tanto. ¿Qué día es hoy? ¿Estamos en agosto ya?"
Él me dice que también me quiere y mira mis ojos tristes como si fueran ojitos brillantes de quinceañera tímida; entonces los suyos también se achican y se convierten en ojitos. Nos abrazamos en la parada del colectivo, en plena avenida, nos encendemos, nos besuqueamos como chicos enamorados. Seguramente la gente nos observa. Los adolescentes salen de las escuelas a esta hora. Ellos no nos miran. Y nos comportamos como ellos, hoy en día (no sé en qué año porque pierdo la noción del tiempo) a mis veintiséis y a los treinta y ocho de Guillermo. "Mirá, ahí enfrente, allá voy al dentista los martes.", comento. Guillermo me abraza con efusión. Nos miramos nuevamente, como tontos. Una brisa cálida y seca se mete apurada en la ciudad para recorrer subrepticiamente la avenida, la parada, nuestro beso. "Preciosa... ", me piropea Guillermo. Y soy feliz. Ahora, a los veintiséis, en un frío y caliente día de... ¿julio?, ¿septiembre? Me cuesta concentrarme, tal vez por el cansancio. Ah, no, claro... la desaparición de las estaciones...
Parece ser que pensé en voz alta, porque Guillermo, que todavía no aprendió a leerme la mente por completo, me pregunta: "¿Qué dijiste del clima?" Y me estrecha con las manos la cintura. "Nada... nada. Mirá, allá. Cuando yo tenía dieciséis, salía del colegio y tomaba este mismo colectivo en aquella esquina. No sabés qué frío que hacía en los inviernos."

ERA NIÑA

Era niña, creo. Al despertar, mi madre me preparaba mate cocido con leche. De noche yo padecía terrores indecibles antes de quedarme dormida; para consolarme, trataba de pensar en esas cosas triviales como aves y paisajes ajardinados, pero el miedo a lo desconocido, a los fantasmas de la infancia que, aunque no lo creas, aún siguen acechándome en las noches silenciosas, subyugaba toda otra imagen. Yo me cubría con las limpias sábanas de la cama preparada por mi madre. Me cubría todo el cuerpo, hasta la punta del dedo meñique, para que el objeto de mi terror no me pudiese tocar. En aquellos tiempos mi madre estaba embarazada. Yo era inocente. Creo que lo era, o que lo fui hasta la pubertad. Esos terrores nocturnos eran mi impureza, seguramente.

Tenía un corazón hipersensible. La ternura de mi padre me aliviaba, pero yo sufría por él. Me daba mucha pena que no tuviera una hijita feliz. Creo que estaba más triste por él que por mí misma. Recuerdo que mi padre guardaba todos los dibujos que yo hacía para él. Poco antes de cumplir mis seis años de vida, llegó una tarde con una fea, poco llamativa cajita de cartón con agujeros. Era gris, recuerdo. Pero lo que más recuerdo es la expresión de mi padre al entregármela. Gozaba de antemano la alegría que esperaba ver en mí cuando la abriera. Esa expresión la he visto hace poco, por ejemplo cuando me compró mi último teléfono móvil y me lo dejó en mi departamentito. La ternura feliz del semblante de un padre que hace un regalo a su niña. Aún soy una niña para mi padre. Cuando estoy con él, cuando me trata con amor manifiesto, siento que todavía soy una niña. Muriéndome, pero niña. No hay piel como la de mi padre. No hay corazón como el de mi padre, tan puro. Mi padre es un niño. Y si no fuera su hija, yo sería su madre. Aquella cajita gris aún tiene vida. Al menos su contenido. Aquel amor de mi padre, su placer de darme, mi niñez triste, feliz y solitaria, aún existen. En sus ojos, en sus gestos, en mi miedo. El contenido de la caja gris, una tortuguita, camina todavía por los jardines de la casa de mi familia. Yo estoy sola. Siempre es de noche. Y tengo mucho miedo. Y quiero que me abrace mi padre. Y morir en sus brazos. Él me contaba, recuerdo… que cuando nací, mi cuerpito le cabía en su antebrazo. En la fatigada sonrisa ingenua de mi padre perdura la alegría inmaculada de alguna de mis infancias.