martes, 23 de septiembre de 2008

ERA NIÑA

Era niña, creo. Al despertar, mi madre me preparaba mate cocido con leche. De noche yo padecía terrores indecibles antes de quedarme dormida; para consolarme, trataba de pensar en esas cosas triviales como aves y paisajes ajardinados, pero el miedo a lo desconocido, a los fantasmas de la infancia que, aunque no lo creas, aún siguen acechándome en las noches silenciosas, subyugaba toda otra imagen. Yo me cubría con las limpias sábanas de la cama preparada por mi madre. Me cubría todo el cuerpo, hasta la punta del dedo meñique, para que el objeto de mi terror no me pudiese tocar. En aquellos tiempos mi madre estaba embarazada. Yo era inocente. Creo que lo era, o que lo fui hasta la pubertad. Esos terrores nocturnos eran mi impureza, seguramente.

Tenía un corazón hipersensible. La ternura de mi padre me aliviaba, pero yo sufría por él. Me daba mucha pena que no tuviera una hijita feliz. Creo que estaba más triste por él que por mí misma. Recuerdo que mi padre guardaba todos los dibujos que yo hacía para él. Poco antes de cumplir mis seis años de vida, llegó una tarde con una fea, poco llamativa cajita de cartón con agujeros. Era gris, recuerdo. Pero lo que más recuerdo es la expresión de mi padre al entregármela. Gozaba de antemano la alegría que esperaba ver en mí cuando la abriera. Esa expresión la he visto hace poco, por ejemplo cuando me compró mi último teléfono móvil y me lo dejó en mi departamentito. La ternura feliz del semblante de un padre que hace un regalo a su niña. Aún soy una niña para mi padre. Cuando estoy con él, cuando me trata con amor manifiesto, siento que todavía soy una niña. Muriéndome, pero niña. No hay piel como la de mi padre. No hay corazón como el de mi padre, tan puro. Mi padre es un niño. Y si no fuera su hija, yo sería su madre. Aquella cajita gris aún tiene vida. Al menos su contenido. Aquel amor de mi padre, su placer de darme, mi niñez triste, feliz y solitaria, aún existen. En sus ojos, en sus gestos, en mi miedo. El contenido de la caja gris, una tortuguita, camina todavía por los jardines de la casa de mi familia. Yo estoy sola. Siempre es de noche. Y tengo mucho miedo. Y quiero que me abrace mi padre. Y morir en sus brazos. Él me contaba, recuerdo… que cuando nací, mi cuerpito le cabía en su antebrazo. En la fatigada sonrisa ingenua de mi padre perdura la alegría inmaculada de alguna de mis infancias.

No hay comentarios: