sábado, 27 de septiembre de 2008

(de perincipios de 2004)

Despierto después del mediodía, en el segundo día del año. Tengo la vista mareada y una sensación de horror irreal recorre mi cuerpo y me subyuga la mente. Urgente, urgente oír una voz humana hablándome a mí. Pero el servicio telefónico se bloquea siempre en el momento más inoportuno. La computadora se ha rebelado y mezquina mis escritos; me dice: “apretá una tecla y seguí.”; luego: “apagá el equipo, estúpida, te robé tus letras y tal vez para siempre.”
Con esta sensación de haber muerto recién y una desnudez novedosa y extraña pongo música para que se callen las voces de mi locura, que nada dicen, pero cuyo tono es horrendo.
Durante mi vista sigue borrosa. La alegría amarilla de los Beatles me desgarra y me invade de insípida tristeza.
Y manuscribo nuevamente. El cuaderno me acoge en sus hojas uterinas y la lapicera va conmigo de mi mano; fieles hasta siempre, en cualquier lugar y bajo cualquier cielo, cualquier techo, gratuitamente, en cualquier momento. Estaré bien mientras tenga tenga papel y tinta, yerba, azúcar y agua caliente. ¡Y tengo más! Mucho más. Una gata Mimosa duerme a mis pies. Cuando me extraña, cuando me recibe, cuando de mí de pende y lealmente lo demuestra, me recuerda, aún en felino silnecio, que no debo morir.
Junto al mar, un hombre que no me conoce y al que no conozco piensa en mí durante el día, feliz, enamorado de todo y de nada.
Mi último enamoramiento, coincidente con la llegada de Guillermo a mi vida, desapareció como una Sueve brisa que se aquieta, junto con la primavera fallecida. El ensueño se esfumó, el cielo azul se llenó de nubes grises e insulsas, los jazmines fragantes se marchitaron y los pajaritos se fueron volando, claro. Quedó sólo Guillermo a secas, exponiendo todos sus defectos, como el Príncipe de la Nostalgia. Mis ojos dejaron de resplandecer y ahora miran al suelo, como antes. Y mientras escribo estas cosas me doy cuenta de que n es imprescindible una ventisca de amor quinceañero para ver el cielo; bastará con que salga al patio ahora mismo, alce mi cabeza e instale mis pupilas en lo alto...
Tendré música mientras tenga voz. Porque todos tenemos derecho a cantar, bien o mal, como sea. Y si grito menos en la angustia, si depongo la ira vana, tendré gloria en mi garganta para eternas melodías. Y siempre habrá una guitarra sonando en algún lado. Será suficiente caminar, sin temor, hacia alguna plaza llena de gente, de oxígeno, de estrellas. Habrá siempre partituras, siempre habrá un lutier, siempre habrá un músico o al menos un simple ejecutante.
Quiero sostener este frágil optimismo en medio del temor. Quiero lograrlo por hoy. Que las fobias les den un respiro a mis ganas amordazas.

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